La carta que a continuación transcribo la escribí hace un año. Vaya como homenaje:
A Julio A. Parrado
Querido Julio: Como decía ayer la alcaldesa de tu ciudad, Córdoba, tu muerte ha puesto nombre a tantas víctimas inocentes y anónimas, generadas en esa absurda e inhumana guerra, que, diariamente, nos relatan los informativos. Sin embargo, unas pocas horas más tarde, a tu nombre se unió el de otro compañero tuyo, José Couso, que nunca hubiese imaginado que el edificio desde el cual tomaba unas imágenes y donde se hospedaba, por una más de las decisiones caprichosas del ejército invasor, pasaba a ser objetivo militar. Tú, por tu parte, decidiste que tu lugar estaría, como informador, junto a dicho ejército: decisión arriesgada que albergaba una enorme valentía y un enorme sentido de la responsabilidad profesional. El destino ha querido que tu muerte tenga lugar a las puertas de Bagdad, Bagdad y Córdoba, ¡qué ironía!. Allá por el siglo X, ambas pugnaban por la capitalidad del mundo, algún que otro pensador de la época no vio saciadas sus ansias de conocimiento mientras no bebió de la sabiduría de ambas ciudades. Mira por donde, tu último viaje profesional ha sido entre Nueva York (queramos o no, capital oficiosa del planeta en nuestros días) y Bagdad, aunque en este caso, por motivaciones diferentes, ambas ciudades muestran un retroceso cultural derivado de la intransigencia y beligerancia de sus dirigentes.
He de reconocerte, Julio, que junto a la noticia de tu muerte he sabido quien fue tu padre. Cuando ayer por la mañana le oí sus primeras reacciones, mi grado de admiración hacia él, que siempre fue elevado, se vio incrementado enormemente. La serenidad con la que ensalzó tu persona, el modo en que verbalizaba su intención de no decaer en su eterna lucha por la utopía, que él asocia con el advenimiento de la III República, y su contundencia maldiciendo a las guerras y a los que las promueven, sólo son posibles en una fuerte personalidad como la suya.
¡Hasta siempre, amigo!.